Tal vez porque hace mucho, muchísimo tiempo, surgieron un día
pájaros en mi cabeza y lejos de ahuyentarlos en aquel entonces, les dispuse el mejor nido para que
se acomodaran en mis sueños; tal vez porque a pesar del revoloteo de sus alas,
conseguí apaciguar sus recelos y acrecentar cada vez más sus anhelos de libertad;
tal vez porque de su inquietud aprendí su imprevisibilidad y así logré forjar
nuevos vuelos en clase preferente, sin importarme los destinos; tal vez porque cuando mis pies se
engullen en el fango, sus alas velan por mi delicada esencia y me escupen hacia
nuevas circunstancias en un vuelo sin artificios; tal vez porque ya no sabría vivir sin esos pájaros en la
cabeza que un día se posaron en mi para darme cobijo, y sumido en la más testaruda de las enajenaciones, consiguieron revelarme los mayores secretos de cómo sobrevolar, a través
del manual de la supervivencia, a la inmediatez y al desgarro del tiempo, que
jamás se detuvo ni reconoce la menor intención de hacerlo en adelante. Tal vez
porque aprendí entonces que el amor más nítido es directamente proporcional a la cantidad
de libertad concedida en la vida o tal vez porque mis pájaros en la cabeza me
sobrellevan, me soportan, me atestiguan, me defienden y me predisponen a huir de los aterrizajes forzosos. Tal vez porque allá en las nubes, aunque de forma etérea,
me siento sujeto a sus alas, y es más sencillo no dejar nunca de imaginar nuevos parajes, y tal vez porque, en contadas ocasiones, cuando la carga los asedia o mi mochila se desborda, me confían suavemente al suelo
para dar un paso más, firme y hacia adelante, y aligerar así con paciencia felina mis equipajes innecesarios, antes de iniciar un nuevo vuelo. Tal vez porque no encontraron el árbol
adecuado o porque ya se acostumbraron a mis defectos, hoy por hoy, mis pájaros, mis queridísimos pájaros, siguen conmigo.