Leer a Paul Auster supone un absoluto placer para mis sentidos. Mi biblioteca rebosa de su arte
y últimamente cada año regala su genio en una entrega. Recomendadas para no iniciados Locuras de Brooklyn, Sunset Park y Invisible.
No pretendo realizar una crítica de su última creación “Diario de invierno", básicamente
porque estoy inmerso en él, y todavía es demasiado pronto para emitir ningún
juicio prematuro. Pero seguramente estoy delante de una de sus mejores obras de
este lustro. Paul Auster elabora una autobiografía,
en clave de novela, escrita en el invierno
de su vida y amenizada a través de diferentes fragmentos, premeditadamente
desordenados en el tiempo, que por una razón u otra le acompañan tatuados en su piel.
El escritor neoyorquino cuenta su vida en segunda persona, observándose a sí
mismo con la lupa de la experiencia para entender cada una de sus reacciones,
experiencias, vivencias y todo aquello con que ha ido tropezando a lo largo de
los años, desde las grandes escenas hasta el más pequeño de los fotogramas.
Todo ello con una memoria eidética inimaginable.
El paso del tiempo, la muerte, la
superación del dolor, sus cicatrices internas y externas, son los temas fetiche que proliferan en su revelación
emancipada del género propio de las memorias, reservando perenne un tono
intimista y revelador.
Este atajo a la vida íntima del
escritor, a través de su misma pluma, es un ejercicio que todavía no he
conseguido pormenorizar, ni creo que lo haga en adelante. Drama, ironía,
calidez, crudeza, recreación, envueltos en papel de marcado carácter “austeriano” y con la fluidez habitual de
su genial narrativa.
Dejo un fragmento que leí ayer
noche y quedó grabado en mi mente para una reflexión interior posterior que se cebó con
una pequeña parte de las horas que tenía destinadas a mi habitual descanso
nocturno.
No puedes verte a ti mismo. Sabes el aspecto que
tienes por espejos y fotografías, pero andando por el mundo, cuando te mueves
entre la gente, ya sean amigos o desconocidos o los seres que más quieres íntimamente,
tu propio rostro resulta invisible para ti. Puedes ver otras partes de ti
mismo, brazos y piernas, manos y pies, hombros y torso, pero sólo por delante,
nada por la espalda salvo la parte de atrás de las piernas si las tuerces y las
pones en la posición adecuada, pero no la cara, nuca tu rostro, y en el fondo –al
menos en lo que respecta a los demás – tu rostro es lo que eres, el factor
esencial de tu identidad. Los pasaportes no incluyen fotos de manos y pies.
Incluso tú mismo, que ya llevas sesenta y cuatro años viviendo en el interior
de tu cuerpo, probablemente serías incapaz de reconocerte el pie fotografiado
aisladamente, por no hablar de la oreja, del codo o uno de tus ojos en primer
plano. Todo ello muy familiar en el contexto general, pero enteramente anónimo
considerado elemento a elemento. Todos somos extraños para nosotros mismos, y
si tenemos alguna sensación de quiénes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada
de los demás.