De
niño gocé del privilegio de estar de cara a la pared. Entonces todo era mucho más
inmediato: alguien dictaminaba que tu actitud no era la adecuada, que no
coincidía con el devenir de una clase que se había organizado para otros
menesteres, que entorpecía su propio desarrollo para el provecho común y que lo
más indicado era apartarte en un rincón, aislarte del resto de tus congéneres y
disponer tu cuerpo de pie, inmóvil, reducido a una posición vertical no
relajada con el rostro impávido frente a un frio muro. Allí se te suponía
reflexión, sosiego y adoctrinamiento a la vez que disciplina pasiva. Incluso en alguna
ocasión a alguien le pareció una buena idea que aquellos que usábamos con más destreza
que otros el órgano móvil situado en el interior de nuestras bocas, escarmentáramos
con la introducción en la misma cavidad bucal de una lengua de plastilina
fabricada a mano por los mismos acusados, jueces y verdugos, para el goce y disfrute
de unos cuantos que habían conseguido amedrentar su entusiasmo, callar su verborrea y
seguir con el orden establecido por unas pautas jamás justificadas. Sin duda, eran otros
tiempos.
Pero
jamás ninguno de ellos descubrió el agradecimiento silenciado que les observé, la complacencia con que respondí
a su pleitesía ni el despertar infinito que generaron entonces en mí. Tal vez éste
no fuera en ningún caso el menor de sus propósitos; tal vez ésta no fuera tampoco ni de lejos su abnegada misión, volcada entonces
en mi diminuta persona todavía por desplegar, todavía por colorear, pero ese muro en el que apoyé mi
mentón a la vez que acercaba la puntas de mis lustrados zapatos a su fría base,
sirvió para entender que los muros no deben despojarnos de la capacidad de visionar
aquello que nos acontecerá y que será maravilloso. Los muros son tan altos al deseo como pequeños a
la esperanza y no entienden de alturas antepuestas sino de anhelos profundos y coraje infinito. Entendí que no topamos en ellos
sin más sino que nos acercamos a sus límites para comprenderlos, que suelen
allanarse cuando olvidamos el rencor y empequeñecen cuando vociferamos un deseo.
Aprendí que el silencio en medio de la nada y alrededor del todo puede ser el peor de los muros y
que un te quiero apasionado contra la pared
puede hacernos sentir los seres más libres del universo. También aprendí que
los muros si no se pueden saltar, siempre se pueden obviar, renunciar a ellos
cuando no nos pertenecen, o romperlos en mil pedazos a nuestro antojo puesto que no deben
existir más allá de nuestros miedos vencidos. Siempre he preferido mil veces puentes
resbaladizos pero conciliadores a muros tercos e insalvables, a arquitecturas
viciadas donde apoyar mis ideas y mis lamentaciones. Cuando veo un muro
plantado frente a mí, en medio de la nada, surgido de no se sabe muy bien
dónde ni con qué finalidad, me prometí hace tiempo aplicar un principio inamovible que no requiere de poco atrevimiento
pero sí de extrema convicción y es la formulación de una simple sentencia en forma
de pregunta retórica sin interrogación alguna para evitar cualquier atisbo de duda. Ésta es:
“... tendrá que haber por ahí una
puerta ...”