El
otro día revisé unas viejas fotografías. Entre todas ellas, una. Era la de una
mujer mayor de la tribu Achang, una minoría en Tailandia que sobrevive
gracias a la cultivación del opio en Mae Hong Son. Sus dientes,
negros,
debido a la masticación del tabaco, ensombrecían su rostro y le daban
una pequeña imperfección atestada de belleza. En diez años, jamás he
olvidado esa tímida
mirada, acompañada de tan pícara sonrisa y de la única palabra que
articuló,
delicada y con sus pies desnudos, bailando en medio de una calma
sosegada. Tan pronto
atisbó mi sonrisa cercana y una mirada interrogativa a escasos
centímetros, supo expresarme, en un inglés entrecortado, un sólo
vocablo: peace. No hizo
falta más.
Y
es que estamos hechos de piedra y hoguera. Pero no hay que olvidar que
incluso
dos simples piedras, ajenas al mundo y a sus bullicios racionales, en su
tremenda percusión compartida y en sólo un cruce avispado de
energías rudas, son capaces de entrelazarse, encajarse e impactar,
fieras, para
provocar la chispa adecuada capaz de arder en un perfecto instante de
paz.