"Era muy temprano por la mañana, las calles estaban
limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la
del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía. Tenía
que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo
perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad.
Felizmente, había un policía en las cercanías; fui hacia él y le pregunté, sin
aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:
-¿Por mí quieres conocer el camino?
-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.
-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa."
-¿Por mí quieres conocer el camino?
-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.
-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa."
Esta
historia de Franz Kafka, con
la que
coincidí recientemente, me traslada en el tiempo a una escena no poco
habitual que se daba
entre los estudiantes de la asignatura de álgebra, en la que yo me
encontraba presente, como un alumno más en el aula. En las ocasiones que
tenía una tutoría concertada
con el profesor de la asignatura, a finales de semana, y ante la sutil
pregunta
de cómo se solucionaba un problema en concreto, no sin antes
presentárselo con
el mejor de los adelantos y con estudiadas miradas de derrota, éste
sentenciaba sin pestañear: “cuando un problema goza de solución, éste ya deja
de ser un problema” y antes que pudieras replicarle un “sí…ya, pero”, justo después del “si” y mucho antes
del “ya, pero”, veías lucir su ancha espalda y su incipiente calva como se alejaba
unos cuantos metros de ti, sin titubeos ni pasos atrás de renuncia al dictamen. Y ante el estupor que
provocaba siempre esta escena de huida sin preaviso, aprendí a intuir que muy
probablemente mientras se alejaba no podía sino sentir la satisfacción del
deber cumplido.