jueves, 21 de junio de 2012

DIARIO DE INVIERNO PARA MIS NOCHES DE VERANO


Leer a Paul Auster supone un absoluto placer para mis sentidos. Mi biblioteca rebosa de su arte y últimamente cada año regala su genio en una entrega. Recomendadas para no iniciados Locuras de Brooklyn, Sunset Park y Invisible. No pretendo realizar una crítica de su última creación “Diario de invierno", básicamente porque estoy inmerso en él, y todavía es demasiado pronto para emitir ningún juicio prematuro. Pero seguramente estoy delante de una de sus mejores obras de este lustro. Paul Auster elabora una autobiografía, en clave de novela, escrita en el invierno de su vida y amenizada a través de diferentes fragmentos, premeditadamente desordenados en el tiempo, que por una razón u otra le acompañan tatuados en su piel. El escritor neoyorquino cuenta su vida en segunda persona, observándose a sí mismo con la lupa de la experiencia para entender cada una de sus reacciones, experiencias, vivencias y todo aquello con que ha ido tropezando a lo largo de los años, desde las grandes escenas hasta el más pequeño de los fotogramas. Todo ello con una memoria eidética inimaginable.

El paso del tiempo, la muerte, la superación del dolor, sus cicatrices internas y externas, son los temas fetiche que proliferan en su revelación emancipada del género propio de las memorias, reservando perenne un tono intimista y revelador.

Este atajo a la vida íntima del escritor, a través de su misma pluma, es un ejercicio que todavía no he conseguido pormenorizar, ni creo que lo haga en adelante. Drama, ironía, calidez, crudeza, recreación, envueltos en papel de marcado carácter “austeriano” y con la fluidez habitual de su genial narrativa. 


Dejo un fragmento que leí ayer noche y quedó grabado en mi mente para una reflexión interior posterior que se cebó con una pequeña parte de las horas que tenía destinadas a mi habitual descanso nocturno.

No puedes verte a ti mismo. Sabes el aspecto que tienes por espejos y fotografías, pero andando por el mundo, cuando te mueves entre la gente, ya sean amigos o desconocidos o los seres que más quieres íntimamente, tu propio rostro resulta invisible para ti. Puedes ver otras partes de ti mismo, brazos y piernas, manos y pies, hombros y torso, pero sólo por delante, nada por la espalda salvo la parte de atrás de las piernas si las tuerces y las pones en la posición adecuada, pero no la cara, nuca tu rostro, y en el fondo –al menos en lo que respecta a los demás – tu rostro es lo que eres, el factor esencial de tu identidad. Los pasaportes no incluyen fotos de manos y pies. Incluso tú mismo, que ya llevas sesenta y cuatro años viviendo en el interior de tu cuerpo, probablemente serías incapaz de reconocerte el pie fotografiado aisladamente, por no hablar de la oreja, del codo o uno de tus ojos en primer plano. Todo ello muy familiar en el contexto general, pero enteramente anónimo considerado elemento a elemento. Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quiénes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás.

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