A un famoso marino, nombrado Bartolomé Díaz, le fueron
confiados tres buques, como jefe de expedición, que salieron del puerto de
Lisboa el día 12 de agosto de 1486.
Díaz no quiso, como sus predecesores, navegar con las costas a la vista, sino que se engolfó mar adentro a pesar de las protestas de la tripulación, que por un lado temía extraviarse, y por otro deseaba observar las rarezas de aquellos países. Pero el capitán los consolaba diciéndoles que todo aquello ya lo habían visto otros portugueses, y que cuando alcanzasen tierras a las que nadie hubiera llegado, ya navegarían al cabotaje, y verían cosas dignas de ser contadas, siquiera por lo nuevas.
Un mes después anclaron en la embocadura del río Zairo, último país visitado por los europeos. Allí envió Díaz a unos habitantes del reino de Benín, que lo acompañaban como intérpretes, a que se entendieran con los habitantes del Congo, y supo por éstos que sus ideas sobre el límite del África no carecían de fundamento.
Levaron anclas, por consiguiente, más entusiasmados que nunca, y en pocos días corrieron otras ciento veinte leguas, tomando fondo casi dos grados al sur del trópico de Capricornio. Después de descansar algunos días, los atrevidos aventureros dirigieron las proas al polo meridional. Pronto perdieron de vista la tierra... Quizás había terminado ya la costa occidental de África...
Viraron a babor para cerciorarse, y el mar los repelió. Pronto se apoderaron de los barcos unas corrientes tan impetuosas, que parecía en vano pensar en dominarlas. Arrastrados, arrebatados, girando en diversas direcciones, ya avanzando hacia el Mediodía, ya hacia el Oriente, pasaron tres largos días y tres largas noches. La tripulación, espantada, creyó que había llegado la hora de que Portugal castigara su atrevimiento y que el Océano iba a vengarse de cuantos secretos le habían arrancado aquellos impertérritos nautas.
Al fin, una mañana, el viento y las olas los arrojaron en una bahía baja y arenosa, que denominaron de las Vacas por las muchas que allí vieron. ¡Habían doblado el Cabo tan deseado! ¡Habían encontrado el límite del África! Pero lo ignoraban todavía...
Continuaron, pues, caminando al Este, siguiendo la inclinación de la costa, y temiendo a cada momento que ésta se dirigiese de nuevo al Sur, como aconteció en el golfo de Guinea. Así llegaron a Lagoa. Allí se sublevó la tripulación, pidiendo a Díaz que se volviese, pues el barco de las provisiones se había perdido, y ya se encontraban a más de mil ochocientas leguas de la patria; pero Díaz obtuvo que le dejasen correr otras veinticinco leguas más, prometiendo que, si en aquel espacio no se inclinaba la tierra hacia el Norte, daría por terminada la expedición y regresaría a Lisboa. Pocas horas después, la costa de África se presentó a los ojos de los portugueses tendida hacia el Norte en toda la extensión que alcanzaba la vista.
- ¡Compañeros! -gritó el comandante-: ¡Hemos triunfado! ¡Hace tres días que doblamos el último cabo de África!.
Y recordando que en aquel cabo estuvieron tan expuestos a perecer, le llamaron desde luego el cabo Tormentorio.
Arribaron entonces a una pequeña isla, que denominaron de Santa Cruz, situada en la frente de Cafrería; y reparadas las averías de las naves, y hechas algunas provisiones, levaron anclas, volvieron las proas hacia el camino que habían traído, y emprendieron la vuelta a Portugal, adonde llegaron en diciembre de 1487, diecisiete meses y medio después de su partida.
Inexplicable fue el júbilo del rey, de la corte y de toda la nación al saber la fausta noticia de que se había encontrado el fin de África; y una vez Díaz expresó que había llamado Cabo de las Tormentas a aquel promontorio tan deseado, «No quiera Dios -replicó el monarca- que conserve un nombre de tan mal agüero. Que se le llame CABO DE BUENA ESPERANZA».
Díaz no quiso, como sus predecesores, navegar con las costas a la vista, sino que se engolfó mar adentro a pesar de las protestas de la tripulación, que por un lado temía extraviarse, y por otro deseaba observar las rarezas de aquellos países. Pero el capitán los consolaba diciéndoles que todo aquello ya lo habían visto otros portugueses, y que cuando alcanzasen tierras a las que nadie hubiera llegado, ya navegarían al cabotaje, y verían cosas dignas de ser contadas, siquiera por lo nuevas.
Un mes después anclaron en la embocadura del río Zairo, último país visitado por los europeos. Allí envió Díaz a unos habitantes del reino de Benín, que lo acompañaban como intérpretes, a que se entendieran con los habitantes del Congo, y supo por éstos que sus ideas sobre el límite del África no carecían de fundamento.
Levaron anclas, por consiguiente, más entusiasmados que nunca, y en pocos días corrieron otras ciento veinte leguas, tomando fondo casi dos grados al sur del trópico de Capricornio. Después de descansar algunos días, los atrevidos aventureros dirigieron las proas al polo meridional. Pronto perdieron de vista la tierra... Quizás había terminado ya la costa occidental de África...
Viraron a babor para cerciorarse, y el mar los repelió. Pronto se apoderaron de los barcos unas corrientes tan impetuosas, que parecía en vano pensar en dominarlas. Arrastrados, arrebatados, girando en diversas direcciones, ya avanzando hacia el Mediodía, ya hacia el Oriente, pasaron tres largos días y tres largas noches. La tripulación, espantada, creyó que había llegado la hora de que Portugal castigara su atrevimiento y que el Océano iba a vengarse de cuantos secretos le habían arrancado aquellos impertérritos nautas.
Al fin, una mañana, el viento y las olas los arrojaron en una bahía baja y arenosa, que denominaron de las Vacas por las muchas que allí vieron. ¡Habían doblado el Cabo tan deseado! ¡Habían encontrado el límite del África! Pero lo ignoraban todavía...
Continuaron, pues, caminando al Este, siguiendo la inclinación de la costa, y temiendo a cada momento que ésta se dirigiese de nuevo al Sur, como aconteció en el golfo de Guinea. Así llegaron a Lagoa. Allí se sublevó la tripulación, pidiendo a Díaz que se volviese, pues el barco de las provisiones se había perdido, y ya se encontraban a más de mil ochocientas leguas de la patria; pero Díaz obtuvo que le dejasen correr otras veinticinco leguas más, prometiendo que, si en aquel espacio no se inclinaba la tierra hacia el Norte, daría por terminada la expedición y regresaría a Lisboa. Pocas horas después, la costa de África se presentó a los ojos de los portugueses tendida hacia el Norte en toda la extensión que alcanzaba la vista.
- ¡Compañeros! -gritó el comandante-: ¡Hemos triunfado! ¡Hace tres días que doblamos el último cabo de África!.
Y recordando que en aquel cabo estuvieron tan expuestos a perecer, le llamaron desde luego el cabo Tormentorio.
Arribaron entonces a una pequeña isla, que denominaron de Santa Cruz, situada en la frente de Cafrería; y reparadas las averías de las naves, y hechas algunas provisiones, levaron anclas, volvieron las proas hacia el camino que habían traído, y emprendieron la vuelta a Portugal, adonde llegaron en diciembre de 1487, diecisiete meses y medio después de su partida.
Inexplicable fue el júbilo del rey, de la corte y de toda la nación al saber la fausta noticia de que se había encontrado el fin de África; y una vez Díaz expresó que había llamado Cabo de las Tormentas a aquel promontorio tan deseado, «No quiera Dios -replicó el monarca- que conserve un nombre de tan mal agüero. Que se le llame CABO DE BUENA ESPERANZA».