Necesito hablar de ti. Contigo y de tú a tú. O de mi a tú porque tú te me
insinúas con frecuencia y a veces puedes especular (equivocadamente) que te esquivo. Nada
más lejos. Y lo haré para que no se me escurras de entre las manos y nos
rompamos la crisma sin previo aviso. Lo haré para crear una antesala. Y quiero
que me escuches atentamente porque si crees que con tan solo articular tu
nombre, me esfumaré por los pasos de donde he venido, lo tienes francamente
jodido. Sé cómo te llamas y no por ello variaré un ápice tu nombre, inventándome,
(que podría) un alias o un apodo cómodo que nos distraiga. Te llamas Cambio. Con
mayúscula, porque no eres nada común cuando vistes de gala. Nos han presentado en más de una ocasión y
nos hemos dado el sí quiero tan a menudo que creerás que ya nos hemos cogido
confianza. Tanta, que incluso formas parte abyecta del signo zodiacal que me
escogió un pelín antes de que consientieran quitarnos el sayo. Pero no te apresures en creer que
te temo si notas que a veces me pongo el delantal y te preparo la cena. Falsa impresión, amigo mío. De acuerdo, necesito
resintonizar tus frecuencias sin ansiedades vanas para tampoco ceder ante cuerdas
flojas. Y no me dueles cuando me has intervenido porque ya estás en la enciclopedia
extensa de uno mismo, ni tampoco cuando te vienes anunciando, porque naces cada
día de una hoja en blanco. En cambio, valga la redundancia, te confesaré y no
te aproveches de ello, que me aterran tus resistencias, tus anclajes y tus “dejar
para mañana lo que podías haber hecho hoy. O ayer”. Te detesto profundamente cuando vistes exactamente
igual que el día anterior. El cambio (Tú) sucede cuando actuamos contra todo aquello
que solíamos hacer, sin llamarles lunes a los lunes por muy lunes que se
pongan.
Ahora bien, te pido que me consientas transformar un
silencio opaco en una oportunidad translúcida. Que seas hoy el mañana que tanto
me preocupaba ayer. No que me lo pongas fácil; no espero menos de ti. Tan solo
déjame distinguir una miga de pan crudo capaz de alinearme con el siguiente
paso por si tengo hambre de ti por el camino. Permíteme que te intuya y del
mismo modo que cuando acontece una primera impresión, verás como no te daré una
segunda oportunidad. Porque deseo abrazarte con todas mis fuerzas y no soltarte cuando te gestas en
uno mismo (Yo), muy a pesar incluso de uno mismo (también Yo). Nada es inmóvil. Sé que estás al
corriente de eso. Y si crees que siempre me despiertas bajo el mismo criterio caprichoso de un reloj
astronómico instaurado, prueba una noche a cambiar del lado de la cama. Ese que no
reconoce tu hueco ni pretende hacerlo en adelante.
Hagamos algo que lo cambie todo. Que nos cambie a los dos. A ti y a mi. No me faltan ideas ni
apetito de compartirlas contigo. Te sorprenderán. La mayoría de ellas son ajenas a una razón rebosante
de argumentos. Mis preferidas y las que más asustan porque no se anticipan ni asoman
en los titulares de los periódicos de mañana. No actúan con la antelación del
llegar cinco minutos antes para romper las reglas. O para entreverlas. Aparecen con un instante
de credulidades adecuadas, con la confianza ciega de un equilibrio posible al margen de cualquier
exageración y con una declaración sincera sobre el impuesto de la verdad.
Aquella que sale a devolver porque tiene mucho que ganar y poco que perder. El
cambio (Tú) es posible cuando arrancamos nuestro instinto del tic de las comodidades
enraizadas y le damos voz desnuda a nuestra alma para que se exprese, sin
corregir sus propias faltas de ortografía. El cambio (Tú) es la rotundidad voluntaria de
un aliento intrépido, el arriesgar atroz de un vértigo a prueba de cualquier salto de altura y el
sacrificio de uno mismo muy a pesar de sus alrededores. Todo cambia o fluye. O
ambas cosas. Pero no vayas tras de mí pues tal vez yo no sepa dirigirte. No
vayas tampoco por delante mío, porque tal vez entonces sea yo quien no quiera seguirte.
Ve a mi lado para poder caminar juntos. Entrelazados. Aunque sea un error desjuiciado. O un acierto aún por descubrir. Ni mejor ni peor; ni por encima ni por
debajo. Tan solo juntos y del modo que elijamos. Confiando el uno en el otro y el otro en el uno. Porque si en mis cartas adivinas
que ya no pongo remitente, es porque mi destino cambió de dirección sin apenas
darme yo cuenta. Y lo hace sólo a golpe de latidos por segundo. A la misma celeridad que la de un anhelo firme que
no acepta hojas de reclamaciones ni encargos resueltos a la medida de otros que no seamos (Tú) o (Yo). Y ese cambio me acerca cada vez más
a ti. Lo intuyo.
Dime, ¿hasta qué cambio estás dispuesto a llegar?